martes, 23 de julio de 2013

¡¡¡YA TENEMOS GANADORES!!!

Me confirma el jurado que ha sido una tarea difícil y me lo creo, solo hay que leer los relatos de los diez finalistas. El primer premio se va para Castellón de la Plana de la mano de Cristian Martín Ríos y su relato “Filandón” y el segundo le ha correspondido a Mar González Mena de Burgos con su relato “Carmencita”. ¡¡Enhorabuena a los dos!!

Quiero hacer una mención especial a Kalton Bruhl y a su relato “Costumbres” que se quedó fuera del pódium por circunstancias insalvables y a Mª Isabel Martínez Montoro porque su “Aracne” estuvo pujando, hasta el último momento, por el segundo puesto con “Carmencita”.

A todos los que habéis participado agradeceros vuestra aportación y animaros a seguir participando en próximas ediciones.

Y por supuesto dar las gracias a nuestro jurado, Mercedes García Llano y Nicolás Jarque Alegre, por la tarea que han desempeñado con gran dedicación y extraordinario criterio.

El acto de entrega oficial de los premios tendrá lugar el próximo día 15 de Agosto a las 19:30 horas en la Escuela de Soto de Sajambre. Estáis invitados.

PRIMER PREMIO

FILANDON”

AUTOR: CRISTIAN MARTÍN RÍOS



Afortunadamente la tempestad se había detenido y el viento ya no azotaba furioso los postigos del ventanal. En el regazo acogedor de aquella cocina que no era sino el corazón del hogar, varios rostros se iluminaban entre destellos rojos y anaranjados en torno al fuego del brasero. La dama enlutada, doña Emilia, mascullaba lamentos por la ausencia de cuantos ya no estaban presentes en aquellas reuniones. El hueco más grande lo había dejado su difunto marido. Le llamaban Severino el Cojo. En su juventud, mientras pastoreaba el rebaño, fue atacado por lobos. La pierna que le arrancaron las bestias acabó reemplazada por un bastón de madera. Pero aquel trágico episodio no dejó mella en su bondadoso espíritu. Disfrutaba apasionado de las chanzas, de las manos hábiles de las señoras con el hilo, la talla masculina de la madera y la sensación de abrigo al calor de las palabras. Pero todo eso había terminado. Todo tiene un final. Igual que aquel encuentro, que concluyó cuando se silenciaron las buenas historias. Los primeros hombres se irguieron satisfechos, se abrigaron y abandonaron el bochorno de la estancia para empujar el portón de la entrada. El ambiente glacial arañó los rostros adormilados mientras la quietud gobernaba las calles. A sus pies, una espesa nevada ocultaba la tierra. Y algo más. Alguien había estado escuchando. Unas huellas en la nieve se alejaban desde la puerta. Señales de una bota derecha y de un bastón. Asustados entraron de nuevo. La velada no había terminado.

SEGUNDO PREMIO

CARMENCITA”

AUTORA: MAR GONZÁLEZ MENA



Desde que tengo memoria, me gusta sentarme junto al fuego en el pequeño tajo que la abuela utilizaba para llegar a los armarios más altos. Ella siempre me regañaba - ¡Niña! Aparta de la lumbre que te vas a achicharrar y a quedar churruscadita como los lechoncillos – Pero después ponía esa sonrisa picarona y me daba unas almendras que sacaba del bolsillo del delantal. ¡La de cosas que cabían en ese trozo de tela descolorida!
El resto nunca me hace caso. Van a lo suyo y no paran de hablar. No me importa. Me encanta escuchar historias. El Manuel, el de la panadería, le tira los tejos a la hija de la Antonia. Pero no de los de verdad, que esos hacen daño, sino bonitos, como las flores, que no dan de comer pero gustan. Eso dice la Dolores, la vecina de enfrente, que falta muchos días porque se pone mala de lo suyo. Ya nadie le pregunta.
Palabras y puntadas tejen la noche. Pocas veces se hace el silencio y, entonces, se oye el crepitar de la leña quemándose y el viento tras las paredes de piedra. En invierno nieva y todas dejan las almadreñas en la puerta. Faltan las mías. Mamá las guardó cuando me cayó encima aquella teja. Desde entonces no me habla. Yo he dejado de intentarlo. Pero algunas noches, antes de que lleguen las vecinas, ella acerca el tajo al fuego y siento que me deja una caricia en el aire.




jueves, 4 de julio de 2013

FINALISTAS DEL II CONCURSO DE RELATO BREVE LEONARDO BARRIADA


Estos son los 10 finalistas, déjanos tu comentario, tambien nos puedes seguir en facebook https://www.facebook.com/events/546626198692247/



Relato nº 10



Carmencita

Desde que tengo memoria, me gusta sentarme junto al fuego en el pequeño tajo que la abuela utilizaba para llegar a los armarios más altos. Ella siempre me regañaba - ¡Niña! Aparta de la lumbre que te vas a achicharrar y a quedar churruscadita como los lechoncillos – Pero después ponía esa sonrisa picarona y me daba unas almendras que sacaba del bolsillo del delantal. ¡La de cosas que cabían en ese trozo de tela descolorida!
El resto nunca me hace caso. Van a lo suyo y no paran de hablar. No me importa. Me encanta escuchar historias. El Manuel, el de la panadería, le tira los tejos a la hija de la Antonia. Pero no de los de verdad, que esos hacen daño, sino bonitos, como las flores, que no dan de comer pero gustan. Eso dice la Dolores, la vecina de enfrente, que falta muchos días porque se pone mala de lo suyo. Ya nadie le pregunta. 
Palabras y puntadas tejen la noche. Pocas veces se hace el silencio y, entonces, se oye el crepitar de la leña quemándose y el viento tras las paredes de piedra. En invierno nieva y todas dejan las almadreñas en la puerta. Faltan las mías. Mamá las guardó cuando me cayó encima aquella teja. Desde entonces no me habla. Yo he dejado de intentarlo. Pero algunas noches, antes de que lleguen las vecinas, ella acerca el tajo al fuego y siento que me deja una caricia en el aire.


Autora: Mar González Mena (Burgos)

Relato nº 21




Nada como la seda


A los ojos de quien entraba por vez primera a la hilatura, aquella chimenea se encendía con troncos de madera de nogal, piñas, pañuelos y ramas. A los ojos de quienes iban con frecuencia a la cocina de Cristina Peciña, aquella lumbre ardía con quesos franceses, bombones belgas y joyas de Sudamérica que enviaban duques y marqueses para conquistar a la virginal propietaria.
La hilandera Peciña no alardeaba de su castidad y tampoco se ofendía cuando el resto de mujeres cuchicheaba por lo bajini si despreciaba, con mucho salero, a hombres por los que ellas hilarían hasta escocerles los dedos. Cristina arrojaba al fuego los regalos que le traían y volvía de nuevo a coger su huso para rematar el ovillo en la devanadera.
Aunque, en realidad, nunca se armó tanto revuelo entre los presentes como el día en el que Songo’o llegó a la hilatura, con el pelo enmarañado y la piel oscurecida por varias generaciones de ojos de cacao y cuerpo de carbón castaño. Songo’o preguntó por la hilandera ante el asombro de viejos resabiados y chismosas, que imaginaban un desplante ejemplar. En cambio, a pesar de que se sabía que Cristina era contraria a las costumbres del momento, nadie se esperó que aquella noche gritaran como locos los hierros de su somier solo porque el invitado de color negro abriera su maleta y dijera: “seda buena, mejor seda de África Occidental”.

Seudónimo: Miguel Lora (Zaragoza)


Relato nº 15




Costumbres

Me escondí tras el dintel de la puerta de la cocina. Mi abuela y sus hermanas, al calor de la lumbre, hilaban lana y remembranzas. Cerré los ojos y sonreí, sabiendo, que tarde o temprano, comenzarían a hablar de mí. “Nunca conocí un chiquillo más terrible”, dijo la abuela torciendo el gesto, “siempre me echaba a perder los huevos del gallinero sentándose sobre ellos. Juraba que algún día lograría empollar uno de ellos”. Yo ahogué una risa evocando las imágenes. De pronto mi abuela y sus hermanas se quedaron calladas. Era mamá que entraba en la cocina. Se quedó de pie con los brazos colgando a los lados y la mirada triste fija en la chimenea apagada. Sabía que mamá no podía ver a la abuela, como tampoco podía verme a mí. La muerte es extraña, lo comprendí cuando caí del árbol. Aunque habitemos una misma casa, cada quien mora en su propio tiempo y espacio. Lo único que puede unirnos son las costumbres, las tradiciones. La hila me unía con mi abuela y sus hermanas. A mamá nunca le interesó, siempre buscaba una excusa para alejarse de la cocina durante el invierno. Fue una verdadera lástima, porque por esa razón, de entre todos nosotros, era la muerta más solitaria de la casa.

Autor: Kalton Bruhl (Honduras)

Relato nº 33





El fuego que nunca se apaga

Nunca había visto aquella caja. Recuerdo que, tan pronto empezó a nevar, mi abuela se levantó, salió de la cocina y regresó con ella debajo del brazo. No tardé en preguntarle qué contenía. Mi abuela me contó entonces una historia de la que nunca había oído hablar, una de sus conseyes que tanto me gustaba escuchar junto al fuego.
Me habló de una muchacha que se vio sorprendida en el bosque por la peor nevada que nunca haya caído en el valle de Sajambre. Desorientada en mitad del temporal, la joven se refugió bajo una roca donde consiguió prender un pequeño fuego para intentar entrar en calor. Temblando de frío, sacó del bolsillo una carta de su novio y la leyó una y otra vez como si buscara en cada palabra escrita en aquel papel el calor que tanto le faltaba. Apenas había luz, el fuego se apagaba y, con él, sus esperanzas de volver a ver a su prometido nunca más. La muchacha hizo entonces un juramento a aquel pequeño fuego: Si continuaba encendido hasta que consiguieran encontrarla, ella, a cambio, cada noche que nevara entregaría a las llamas lo que más amaba.
¿Y qué pasó?— recuerdo que pregunté.
Mi abuela no dijo nada. Abrió la caja, sacó una vieja carta de mi abuelo y, cerrando los ojos, le dio un beso. Con un cariño infinito, como hizo aquella noche de tormenta de hace ya tantos años, dejo la carta en el fuego. Me miró con dulzura y sonrió.


Autor: Oscar Royo Royo (Barcelona)

Relato nº 35



El sueño de Adela

Las hojas de los árboles se mecían con la fuerza singular del viento, tratando de permanecer atadas a esas ramas que las vieron despuntar. El ruido era ensordecedor y resultaba harto complicado avanzar a pie por aquel pasillo de naturaleza que flanqueaba la enorme casa de Adela.
Su madre la esperaba alrededor de la lumbre, al igual que las otras tres mujeres que hilaban a su lado, ajenas al frío que aún invadía el cuerpo de la niña. El olor de la lana era singular, al igual que la sutileza con la cual las mujeres la trataban. Adela asió un trozo de pan y se sentó en un oscuro taburete, teñido por el paso del tiempo y el calor de las llamas. Observaba con curiosidad las manos que lograban transformar la salvaje lana, en hebras tan finas y delicadas que hacían volar su imaginación. Miró las suyas, dudando de que alguna vez alcanzaran el tamaño necesario para poder hilar. Y aunque ella pensaba que nadie reparaba en sus pensamientos, los ojos de su madre veían más allá. Así que, sin dejar de conversar con sus vecinas, hizo un gesto de cabeza que su hija comprendió sin demora alguna. Adela dejó el pan, se levantó y se acercó a su madre a la espera de su próxima premisa. Pero para su sorpresa, la sentó en su regazo, asió sus manos y por primera vez, Adela sintió la magia de su tacto bajo sus aún diminutos dedos.


Autora: Silvia Ares Álvarez-Ron (Huesca)

Relato nº 29



Amor de cenizas

Afuera el aire hilaba quejumbres, ululando con desconsuelo. Alguna ráfaga curiosa se colaba por el tiro de la chimenea, removiendo las llamas. Un mar de sombras se estremecía sobre las paredes, inventando rasgos apócrifos y callosos sobre los rostros de las mujeres y hombres, las unas hilando en silencio y los otros contando historias a las que todas prestábamos oídos, los ojos pendientes de la recua, las orejas de las leyendas, todos sin perder puntada.
La verdad es que yo prestaba más atención al hijo de Felisa que a la tarea de hilar, desatendiendo las regañinas que mi madre me lanzaba con la mirada.
Cierto día, mientras los hombres apuraban unas botellas de sidra, se me ocurrió atizar el fuego. Mientras removía las brasas con el hurgón, se me ocurrió escribir en las cenizas el nombre del chico que me tenía el corazón en ascuas. Noté unos ojos clavados en mi nuca. Me giré. Su mirada encendida acarició mi cuerpo. Una llamarada de fuego asoló mis entrañas. Bajé mi vista. Él sonreía. Removí las cenizas para borrar su nombre. Me senté junto a las mujeres. Él se acercó al fuego para calentarse las manos. Al marcharse me entregó un papel. No me atreví a leerlo hasta que me fui a la cama, a la luz del candil. Me decía que también me quería. Sorprendida, me acerqué hasta la lumbre. En las cenizas, dentro de un corazón dibujado, estaba escrito mi nombre, junto al suyo, el que yo creí haber borrado.

Autor: Juan Carlos Pérez López (Sevilla)

Relato nº 45



Hilando nubes

No era la primera vez que tardaba. Jacinta desconocía la puntualidad. De las tres... Era la más joven. Seis años menor. Eso sí, discutidora como ninguna. Decidora nata. El alma de la hila. Pero esta vez, no le podíamos reñir por su tardanza. La ocasión no se lo merecía. Verla aparecer, nos devolvió a la vida; al más allá de los recuerdos.
Ante su presencia, retrocedimos hasta la añeja realidad de los inviernos, a sus heladas súplicas al pie de la ventana, a las noches drásticas que tanto asustan a los vivos, a la soledad colectiva de nuestra cocina campurriana, a sus sombras arrinconadas, al hálito ahumado de sus paredes desconchadas: espías visibles de todas las tertulias.
Con su llegada, el badil recuperó el sobresalto en sus reposos. Volvíamos a mediar, con ollas y pucheros, en la eterna disputa entre el llar y la alta lumbre. Fue como dejar pasear a la voz por el silencio y volver a doblegar la rebeldía de la lana con las bastas caricias de la carda. Era asistir a la congénita afonía de la rueca, a sus malogradas audiciones ante un canasto ahitado de cansadas y esbeltas hilaturas.
Ver a la Jacinta, fue abandonar la rutina habitual de los difuntos y confirmar que la hila no muere con los vivos. Que aún nos quedaban por hilar vellones de nubes en el cielo.


Autor: José Antonio Tejeda Cárdenas (Letonia)

Relato nº 67



Filandón

Afortunadamente la tempestad se había detenido y el viento ya no azotaba furioso los postigos del ventanal. En el regazo acogedor de aquella cocina que no era sino el corazón del hogar, varios rostros se iluminaban entre destellos rojos y anaranjados en torno al fuego del brasero. La dama enlutada, doña Emilia, mascullaba lamentos por la ausencia de cuantos ya no estaban presentes en aquellas reuniones. El hueco más grande lo había dejado su difunto marido. Le llamaban Severino el Cojo. En su juventud, mientras pastoreaba el rebaño, fue atacado por lobos. La pierna que le arrancaron las bestias acabó reemplazada por un bastón de madera. Pero aquel trágico episodio no dejó mella en su bondadoso espíritu. Disfrutaba apasionado de las chanzas, de las manos hábiles de las señoras con el hilo, la talla masculina de la madera y la sensación de abrigo al calor de las palabras. Pero todo eso había terminado. Todo tiene un final. Igual que aquel encuentro, que concluyó cuando se silenciaron las buenas historias. Los primeros hombres se irguieron satisfechos, se abrigaron y abandonaron el bochorno de la estancia para empujar el portón de la entrada. El ambiente glacial arañó los rostros adormilados mientras la quietud gobernaba las calles. A sus pies, una espesa nevada ocultaba la tierra. Y algo más. Alguien había estado escuchando. Unas huellas en la nieve se alejaban desde la puerta. Señales de una bota derecha y de un bastón. Asustados entraron de nuevo. La velada no había terminado.

Autor: Cristian Martín Ríos (Castellón de la Plana)


Relato nº 72



Consejas

"Era Sindra, la preferida de Uruk, tan risueña y juguetona como poco habilidosa en la labor. Por ello la poderosa Neiga, que no la miraba con buenos ojos, anunció que casaría a su hijo con la moza que tejiera los lienzos más delicados para cobijar su lecho de bodas.
Aunque Sindra ponía todo su empeño, el lino torcido por sus manos se convertía en hilo desigual y quebradizo, imposible de trabajar. Para no renunciar a sus amores decidió invocar a la Luna, que se comprometió a ayudarla. Cuando oscureció dos rayos plateados penetraron por el ventanuco de su alcoba y la muchacha, enrollándolos en el huso, obtuvo con facilidad una hebra fina y resistente. Durante veintiocho jornadas hiló de noche y se afanó en el telar durante el día hasta que presentó a Neiga el más hermoso juego de sábanas que imaginarse pueda.
Furiosa una, ilusionada otra, aguardaron al novio para anunciar el compromiso, pero los cazadores regresaron a la aldea y Uruk no los acompañaba. Todos confiaban en su regreso, pues era buen conocedor del terreno, mas fue tan negra aquella noche que debió perder la pista. De mañana encontraron su cuerpo en el fondo del desfiladero. Sindra, viéndolo muerto, hundió en su corazón el puñal del amado y fueron las sábanas de luna sudario compartido de los amantes."
La vieja concluye su cuento. Las mozas, desganadas, retoman sus ruecas. Pese a todo, ellas prefieren las risas al trabajo y seguirán confiando, sin escarmiento, en la Luna traicionera.


Autora: Elisa de Armas (Sevilla) 

Relato nº 68



Aracne

Llegó al pueblo bastante entrado el invierno. Se instaló en la casita que habían dispuesto para ella, era acogedora, limpia, quizás un poco fría. No divisó la escuela, le extrañó porque acostumbraba a estar cerca de su residencia. Mientras acomodaba la ropa, una vecina se presentó y le comunicó que esa noche en su casa hilarían, estaba invitada.
Imaginó mil cosas: ¿Sería tejer? ¿Bordar? ¿A qué llamarían hilar en pleno siglo XXI? Su mente no paró de idear y acabó haciendo conjeturas de lo más disparatadas.
Pensó en llevar algún presente, no tenía tiempo para preparar nada, miró las maletas y tomó una botella de vino de su tierra ¡Perfecto!
Al golpear aquella puerta un escalofrío le recorrió la espalda. Entró y vio a una estancia en penumbra. Los contornos se dibujaban en el contraluz de las ventanas, la luna llena iluminaba con su fugaz resplandor una habitación en la que se adivinaban una decena de personas. Se pusieron en pie, ella creyó que la saludarían pero algo comenzó a pegarse en su piel, por los movimientos parecían vomitar sobre ella ¿Qué estaba sucediendo? Pronto el pánico se apoderó de sus sentidos, no podía moverse. La botella de vino que ya no sujetaba seguía pegada a su mano. Sintió cómo la trasladaban y pudo entrever una especie de almacén lleno de… ¿Crisálidas?
No eran crisálidas, era el alimento para las crías que estaban por nacer.


Autora: Mª Isabel Martínez Montoro (Cartagena)