lunes, 7 de julio de 2014

EL CAMPANERO

Yolanda Nava Miguélez

Desde que Raimundo el campanero enfermase el sonido de las campanas ya no era el mismo. Pareciera que de pronto también ellas hubiesen enfermado y sonaban lentas, perezosas, y con un deje de tristeza que mermaba el buen ánimo del pueblo. Se hablaba poco, y cuando se hacía, era con palabras espinosas como espuelas. Las comadres quemaban los guisos y mal remendaban las ropa, y las bestias, nerviosas, desobedecían las órdenes de sus amos.
Por eso el día que llamaron a concejo nadie acudió. El alcalde ordenó al alguacil ir casa por casa reclutando personal para poner a punto las piedras movidas de la plaza, para limpiar de hierbajos y brozas las cunetas y para encauzar el río que, después de las últimas lluvias, se había desbordado.
Todos se disculparon y excusaron: que si andaban con la siembra…, que si tenían los huesos doloridos... De nada sirvió mencionar la abundante merienda de escabeche y vino que vendría después.

Pero, de pronto, las campanas empezaron a tañer llamando con el lenguaje de siempre a todo el pueblo. En el tercer toque Raimundo cerró los ojos, su último pensamiento estuvo lleno de pesadumbre: ¿quién tocaría para llamar a su funeral? 

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